El bororó que han armado los amantes de Android y los detractores de Apple (son grupos diferentes pero se solapan en algún lado) con el precio del iPhone X me ha puesto a pensar bastante.
Mil dólares por un “teléfono” es mucho. De eso no hay duda.
Pero ni el iPhone X es el único smartphone con ese precio (El Note 8 vale prácticamente lo mismo) , ni por fuera de Estados Unidos es tan descomunal pagar una cifra parecida por uno de estos dispositivos (mire los precios en Colombia, o en Argentina o en Brazil y conviértalos a dólares para que vea).
By the way, no podemos seguir llamándole “teléfono” a un dispositivo que es el que más usamos en el día (261 veces diarias y por cerca de 38% del tiempo que estamos despierto), por el que casi no hacemos llamadas telefónicas, pero del cual depende hoy gran parte de nuestro trabajo y de nuestra vida social (a propósito, ¿Nos está embruteciendo la tecnología?).
Ahora bien, más allá de la discusión del iPhone, se ha puesto a pensar ¿Por qué hay gente que compra esferos MontBlanc de 500 dólares cuando escriben igual que el Paper Mate o el Kilométrico de 50 centavos de dólar?
¿Por qué hay ejecutivos que tienen relojes de 14.900 dólares que solo dan la hora, al igual que un Casio de 12 dólares, habiendo relojes inteligente más económicos y que ofrecen más funcionalidades?
¿Entiende usted por qué las mujeres compran carteras de 10 millones de pesos y zapatos de 7 millones, cuando hacen lo mismo que las (y los) de 80 mil pesos?
Y peor, ¿Por qué la gente paga un poco más por un producto “chiviado” que aparenta ser de una marca reconocida, famosa y costosa que por una prenda genérica, de pronto de mejor calidad pero de una marca desconocida?
¿Por qué hay gente que compra carros costosos y elegantes, para parquearlos el 92% del tiempo, si al fin al cabo hacen los mismo que un Chery QQ o un Spark GT, o aun mejor que el servicio ofrecido por Uber o por un taxi?
El smartphone es más que un teléfono. Es una proyección de nuestra personalidad y de lo imagen que queremos proyectar
El smartphone se ha convertido, muy rápidamente, en el accesorio por excelencia tanto de hombres como de mujeres. Ese con el que proyectamos al mundo esa imagen de lo que somos (¿o creemos ser?) y de cómo queremos que nos vean. Ese con el que no solo nos identificamos sino con el que esperamos la gente nos identifique.
El smartphone ha desplazado esos otros accesorios que hasta hace poco tiempo eran los que usábamos para distinguirnos e identificarnos.
Durante años hemos sabido que en la medida que una persona ve un aumento permanente de sus ingresos pasan 2 cosas: 1) consume más proteína animal (carne, principalmente) y 2) compra un carro. Hoy, además de eso, vemos como buscan smartphones de gamas superiores a los que ha tenido en el pasado, no porque le ofrezca más funcionalidades ni le sirva para realizar mejor sus tareas (eso es parte del paquete) sino porque proyecta su imagen de los sueños a quienes lo rodean.
Es claro que siempre habrá quienes escogen la opción práctica y económica por encima de la social (a mi ha pasado toda la vida con los esferos, las billeteras y relojes, por ejemplo). Pero cada uno de nosotros tiene ese elemento, ese accesorio, con el que nos identificamos tanto que sentimos es una extensión de nuestra personalidad.
Y dada la democratización de la tecnología y la masificación de los smartphones,no es coincidencia, entonces, que los fabricantes de estos dispositivos sigan buscando como “descremar” el mercado al máximo, buscando diferenciar sus productos no solo de aquellos de la competencia sino también de los suyos propios (el S8 es el ejemplo perfecto de lo primero mientras que el iPhone X es el ejemplo perfecto de lo segundo) y creando categorías nuevas, como pasó con los primeros phablets, o como está pasando con los equipos ultra-premium como el Galaxy S8 Plus, el Note 8 o el iPhone X.
Como decía ayer, en un articulo que causó bastante polémica: el iPhone X no es para todo el mundo. Así como no lo es el Note 8, ni ese esfero de MontBlanc, ni esa cartera Fendi, ni esos zapatos Jimmy Choo, ni ese Rolex, ni es Porsche, ni ese café de Starbucks.
Pero para quienes sí lo sea, lo será no solo por las capacidades tecnológicas que ofrece sino por la imagen que lo ayuda a proyectar.